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Donde la Muerte del Universo Es una Metáfora de Cómo Moriremos

Estos días he releído el artículo de Maria Popova sobre Michel de Montaigne. Popova es la mente a cargo de Brain Pickings, un curioso gabinete de temas artísticos y literarios.

Hace unos días Popova realizó una lectura del ensayo de Montaigne “That to Study Philosophy is to Learn to Die”. Ahí aparece un comentario burlón de Montaigne para aquellos que tienen la pueril ideal de ser inmortales: ¿Por qué no se angustia de igual forma no haber nacido antes de su tiempo? Aunque el deseo es vivir más años hacia adelante (dentro de la flecha que supone la dirección del tiempo), la inmortalidad es incompleta si no somos eternos desde el inicio de los tiempos.

Quisiera vivir más para tener más tiempo con la gente que amo (y ante todo, que ellos vivan más). Aunque también pienso en la gran imposibilidad de no poder hablar con otras personas que quise y con las que tuve poco tiempo para convivir. Por ejemplo, mis abuelos. En otros casos, nunca tendré la oportunidad de hablar con aquel Samuel Beckett o con ese viejo poeta florentino.

Son días apocalípticos. Menciono este vocablo en su sentido estrictamente etimológico. Hace más de quince años leí en una revista científica un artículo sensacionalista sobre los diferentes escenarios para que ocurriera el fin del mundo. Una escena era que la humanidad dejara de tener hijos o que un filósofo descubriera las palabras precisas para convencer a los seres humanos de su futilidad en el mundo y provocar suicidios masivos. No obstante, ninguna de las fórmulas produjo el terror de saber el último escenario: que la muerte del Universo ya haya efectivamente ocurrido y que la noticia de su deceso tardaría en llegar a nosotros un poco después (ningún evento cósmico puede transmitirse a una velocidad superior a la de la luz). Aunque pensar en términos astronómicos produce una sensación de indiferencia y distancia pues todo aquellos que ocurre en un orden superior al movimiento de los planetas nos parece completamente alejado de nosotros.

La muerte del Universo y el tiempo que tarda en notificarse es una metáfora de nuestro cuerpo. Al nacer tenemos la noticia más segura de todas: moriremos. Es sólo cuestión de tiempo. Dentro de las bondades del cristianismo es que el final (tanto personal como el de la humanidad) se encuentra completamente inaccesible al conocimiento humano. Saber que desconocemos cuándo vamos a morir forma parte de cierta tranquilidad ontológica.

Lo último que he hecho de utilidad con mis lecturas es leer la Eneida de Virgilio en la traducción al inglés que realizó John Dryden. Ahí encuentro un consuelo dentro de un verso virgiliano: "The Fear of Death gave place to Nature's Law". Ahora que he empezado a entender los mecanismos de las leyes de la naturaleza ya no siento con tanta intensidad ese frío por la columna vertebral al pensar, y prácticamente ensayar, el momento de mi muerte.